El 18 de septiembre de 2015 empezó a desmoronarse el mito del "Clean Diesel". Las norteamericanas EPA -Environmental Protection Agency- y la CARB -California Air Resources Board- acusaron a Volkswagen de usar un dispositivo de manipulación en millones de modelos equipados con motor diésel. El objetivo era claro. Pasar las pruebas de homologación en laboratorio actuando de una manera, para desactivarse y emitir mucho más en la calle. Fue el inicio del dieselgate, la mayor crisis reputacional del automóvil conocida hasta la fecha.
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Pero la historia arranca antes. A mediados de los 2000, Volkswagen decide conquistar Estados Unidos con diésel compactos, baratos, eficientes en CO2 y que cumplieran los duros límites de NOx de la norma Tier 2 Bin 5. El motor diésel EA189 debía ser el gran valedor del proyecto. El reto técnico era enorme. La alternativa limpia y cara era usar SCR -reducción catalítica selectiva- con AdBlue. Internamente, y sobre todo fraudulentamente, se impuso el atajo: un software especial que detectaba que el modelo estaba en el ciclo de prueba y propiciaba que mapas de inyección y control de emisiones actuasen en "modo examen", cuando en carretera abierta, las emisiones de NOx estaban hasta 40 veces por encima del límite.

La última aparición en público del entonces presidente de Volkswagen, Martin Winterkorn
El dieselgate se precipita
En 2014, la ICCT -Consejo Internacional de Transporte Limpio- financió a la West Virginia University para medir emisiones reales. Los resultados no cuadraban. Dos VW diésel emitían demasiado NOx en uso real. California forzó explicaciones y una llamada a revisión en 2014 que no resolvió nada. En verano de 2015, ante la presión técnica, VW admite privadamente que hay software de manipulación. El 18 de septiembre, la EPA lo hace público. El 22, VW confiesa que hay 11 millones de coches afectados en el mundo. El 23, cae el CEO Martin Winterkorn.
Desde ahí, dos líneas paralelas: técnica y judicial. En Estados Unidos, el esquema fue claro: o recompra de vehículos o reparación garantizando emisiones, sin olvidar multas penales y civiles. Además, una inversión obligatoria de 2.000 millones de dólares en infraestructura de recarga (Electrify America). En 2017, VW se declaró culpable de conspiración y fraude y aceptó sanciones. En Europa, el enfoque fue distinto: reparación masiva con actualización de software y, en el 1.6 TDI, rejilla rectificadora de flujo. Nada de compras masivas. La autoridad alemana (KBA) validó soluciones y retiró aprobaciones si no se ejecutaban.
Hacia la electrificación
La crónica corporativa también fue intensa. Tras Winterkorn, llegó Matthias Müller. En 2018, Herbert Diess tomó el timón apostando por un cambio de rumbo hacia la plataforma eléctrica MEB. Prometió Diess millones de eléctricos y miles de millones invertidos en baterías. En 2022 Oliver Blume relevó a Diess... y hasta hoy, con un Grupo Volkswagen que arrastró al resto de marcas hacia una electrificación todavía poco madura tecnológicamente, como ha quedado demostrado con el paso del tiempo. Ahora la situación ya es otra tras aprender de los errores de juventud en materia de electrificación.
El golpe regulatorio fue sistémico. Europa sustituyó el sistema de medición NEDC por WLTP y añadió RDE con medición en carretera. Llegaron las normas Euro 6d-temp y Euro 6d. Las ciudades reaccionaron con restricciones a diésel antiguos, con demandas por aire sucio... La Comisión Europea apretó por los niveles de NO2. Los fabricantes tuvieron que adoptar la solución SCR en masa. El resultado fue claro: los diésel nuevos bajaron sus NOx en uso real. Pero la confianza en el diésel estaba herida de muerte.
Secuelas del dieselgate
La secuencia de consecuencias fue amplia. Más de 30.000 millones de euros en costes para VW, ejecutivos imputados en varios países, caída del diésel en Europa del 50% de cuota en 2015 a menos del 15% en 2024. Acelerón de la electrificación, aunque casi más de la tecnología microhíbrida, híbrida e híbrida enchufable. Y también efectos colaterales destapándose casos similares en Mercedes, FCA y otros. Hubo multas y acuerdos. Pero la imagen del diésel quedó asociada a la trampa inicial de Volkswagen. Aunque las tecnologías posteriores demostraron que un diésel moderno puede cumplir en carretera, la batalla comercial se perdió.
Lecciones que nos deja el Dieselgate: la primera, que objetivos imposibles con costes recortados crean incentivos perversos. La segunda, la regulación: pruebas en carretera y auditorías independientes tienen más sentido que homologaciones de laboratorio. La tercera, la estrategia: el sector se volcó en el CO2 y descuidó el NOx. Hoy, con la perspectiva de una década, podríamos afirmar que el dieselgate no inventó la electrificación, pero la aceleró hasta hacerla casi religión tecnológica actual. Ese es su legado más poderoso, pero también el más incómodo