Mientras el aeropuerto de Barcelona se dirige a un futuro con más pasajeros y más vuelos, la ciudad que lo acoge pisa el freno en el vehículo privado. La paradoja de una capital que sueña con convertirse en hub aéreo internacional, al tiempo que se fija como objetivo un recorte sustancial de la movilidad en coche se ha evidenciado con el anuncio del plan para ampliar el aeropuerto de El Prat.
Por un lado, el Govern de la Generalitat y Aena han anunciado un acuerdo para la ampliación del aeropuerto Josep Tarradellas Barcelona – El Prat, con el objetivo de pasar de las 80 operaciones actuales a 90 despegues y aterrizajes por hora y alcanzar los 70 millones de pasajeros anuales en 2033 frente a los 55 de 2024, un 27% más. En el otro extremo se encuentran las restricciones del Ayuntamiento de Barcelona en su Plan de Movilidad Urbana 2025-2030 (PMU), con el ambicioso propósito de reducir un 25% el uso del coche privado en cinco años.
Más aviones y menos coches
La consellera de Territori, Sílvia Paneque, lo explicó con claridad: “Barcelona debe reconectarse con el mundo”. Lo hará con una ampliación de pista de 500 metros, una inversión de 3.200 millones de euros a cargo de Aena, y una hoja de ruta que incluye nuevas rutas intercontinentales hacia Asia y América. La infraestructura se expande para absorber la demanda creciente, que en mayo ya marcó récord con más de 5,1 millones de pasajeros. Todo indica que, tras los 55 millones registrados en 2024, la infraestructura ya ha superado su techo teórico de capacidad. El objetivo es ambicioso: resolver cuellos de botella, acoger aviones más grandes y posicionarse como puerta de entrada al sur de Europa.
Pero mientras el aeropuerto se prepara para volar más alto, la ciudad busca reducir el volumen rodado. El nuevo Plan de Movilidad Urbana prevé que el coche pase de representar el 19,9% al 15% de los desplazamientos, en un escenario en el que la movilidad general crecerá un 12%. Es decir: más gente moviéndose, pero con menos coches. Una contradicción aparente, que resume bien la encrucijada de la ciudad: crecer sin contaminar, prosperar sin colapsar, con la excepción de la movilidad aérea.

Una agente de la Guardia Urbana dirige el tráfico de vehículos en Barcelona
¿Es posible una ciudad global sin coches?
Lo que se avecina es un choque de modelos de movilidad. Por un lado, el PMU busca un “uso racional” del coche, potenciar el transporte público y la micromovilidad, liberar espacio urbano y reforzar la movilidad a pie y en bicicleta. Por otro, la ampliación de El Prat significa más viajeros, más actividad logística y, previsiblemente, más tráfico de acceso al aeropuerto.
Los sectores empresariales han elogiado el proyecto de crecimiento del aeropuerto Josep Tarradellas, una inversión que estaba pendiente tras encallarse por discrepancias políticas y ante las críticas de ecologistas y vecinos. El presidente de la Generalitat, Salvador Illa, reinvindicó, ante un auditorio convocado por la patronal Pimec, haber desencallado el proyecto. “Alguien tenía que chutar la pelota. Ya la hemos chutado”, indicó Illa.
Pero las organizaciones empresariales también han criticado el plan para reducir el papel del coche privado al considerar que recorta el derecho a la movilidad con el fin de trasvasar usuarios a un transporte público saturado. A te esa crítica, los empresarios no han encontrado la misma receptividad política.
Los responsables del aeropuerto defienden que el nuevo diseño reduce el impacto acústico y mejora las emisiones en tierra, y que será compatible con la ampliación del Puerto de Barcelona. También se han acordado medidas ambientales compensatorias, como la renaturalización de 270 hectáreas y una anilla verde en el entorno. Pero los críticos recuerdan que la ampliación afectará directamente a espacios naturales protegidos como La Ricarda y El Remolar, lo que ha provocado ya la reacción de colectivos como Zeroport, que ha convocado protestas.
Más turistas, menos coches: ¿un modelo sostenible?
La Generalitat sostiene que el nuevo aeropuerto atraerá un turismo “de más calidad”. Pero los números son los que son: más vuelos significan más pasajeros, más impacto económico... y más movilidad inducida y más emisiones de gases contaminantes. El Govern quiere que el aeropuerto funcione como un motor económico, pero su expansión parece navegar contra corriente en un momento en que Barcelona intenta limitar el turismo masivo y repensar su modelo urbano.
En paralelo, el plan municipal apuesta por restringir el acceso del coche a la ciudad, especialmente en los desplazamientos laborales. Se prevé trasladar al transporte público 250.000 desplazamientos diarios y pacificar 20 kilómetros de calles. Pero ¿cómo encaja todo esto con un aeropuerto que aspira a ser una nueva puerta global?
¿Puede una metrópoli ser un hub aéreo y a la vez caminar hacia una movilidad sin coches? ¿Es realista reducir el tráfico privado cuando las grandes infraestructuras generan una movilidad añadida que no siempre puede absorberse en tren o metro?