China domina la cadena de valor del coche eléctrico mientras Europa camina hacia la prohibición de los motores térmicos en 2035 -nadie confirma, nadie desmiente- con un modelo energético y productivo aún inmaduro. ¿Se puede descarbonizar sin desindustrializar? La UE debe revisar su estrategia si quiere evitar que su industria automovilística termine, o termine en manos ajenas.
Europa ha acelerado la transición hacia la movilidad eléctrica con una determinación admirable, pero también con una ingenuidad preocupante. Ha fiado su soberanía industrial a un idealismo regulatorio que la aleja de la realidad geoestratégica: no se puede liderar una revolución tecnológica si la mayor parte de los recursos, las infraestructuras clave y los eslabones estratégicos de la cadena de valor están en manos de tu principal competidor. Hoy, ese competidor se llama China.
Pekín controla tres cuartas partes del procesamiento mundial de materiales estratégicos para baterías —litio, cobalto, grafito, manganeso— y buena parte de la producción de imanes y semiconductores. Es decir, el corazón del coche eléctrico. Europa, por su parte, sigue sin desarrollar una red industrial propia que le permita sostener su independencia. Y no se trata solo de saber construir baterías: se trata de extraer, procesar, ensamblar, distribuir, dar soporte… y hacerlo todo a gran escala y a precios competitivos. La realidad es que aún faltan más de diez años para que eso sea posible. Pero el calendario europeo impone que en 2035 ya no se puedan vender coches con motor de combustión. Algo no cuadra en cuestión de fechas.
Falta de demanda de vehículos eléctricos
La patronal alemana de fabricantes lo ha advertido: sin una prórroga para los motores térmicos, aunque sea en un 10% de sus ventas, Europa puede perder definitivamente su ventaja competitiva. Y no se trata de aferrarse al pasado, sino de proteger el presente mientras construimos el futuro -no niego la electrificación, de ninguna manera, simplemente defiendo la multimodalidad camino de un primer objetivo: reducir emisiones de CO2-. Porque la combustión todavía puede seguir ayudando en la descarbonización gracias a optimizaciones y tecnologías combinadas que, puedan seguir generando empleo y valor añadido en Europa. Frenarlas en seco no solo es un error estratégico: es una cesión directa al país dominante en electrificación, China.
Mientras Estados Unidos aplica aranceles potentes, exige contenido local en software y electrónica, y blinda su industria frente a los coches eléctricos chinos, Europa ha optado por abrir las puertas o por cerrarlas a medias. ¿El resultado? Las marcas chinas están inundando el mercado europeo con productos competitivos, eficientes y bien posicionados en precio. Y no hablamos ya solo de BYD o MG, sino de muchas más marcas que están probando -no todas se quedarán-. Gran parte de ellas impulsadas por subsidios estatales, acceso preferente a materias primas y economías de escala inalcanzables para cualquier fabricante europeo. Sin proteccionismo inteligente, sin requisitos estrictos de contenido europeo y sin una estrategia común de abastecimiento, Europa no solo corre el riesgo de perder empleos: puede perder la propiedad de su industria.
Las gigafactorías que iban a ser el corazón de la revolución eléctrica europea se enfrentan a una realidad inesperada: falta de demanda, costes de producción elevados, dependencia tecnológica. El caso de Northvolt, que atraviesa serias dificultades financieras, es solo el preludio. La mayoría de sus competidores son más pequeños y vulnerables. En paralelo, la red de carga —el otro pilar del ecosistema eléctrico— avanza con lentitud y escasa rentabilidad. Tesla pudo permitirse crear su propia red por su posición pionera. Pero que otros fabricantes europeos estén ahora planteándose lo mismo es una señal inequívoca de que el modelo no funciona. Los fabricantes no deberían ser operadores eléctricos como los fabricantes de telefonía no se han convertido en operadores telefónicos.
Revisión del objetivo de descarbonización de 2035
Y en este contexto, BYD anuncia una red de carga ultrarrápida en Europa con estaciones de 1.000 kW. Su apuesta no es solo tecnológica: es una demostración de fuerza industrial. Sus cargadores estarán preparados para vehículos que aún ni siquiera se venden en Europa. Pero cuando lleguen, estarán listos. Mientras tanto, nuestras redes públicas siguen sin garantizar disponibilidad, mantenimiento ni cobertura suficiente.
Europa no puede seguir corriendo con la lengua fuera en esta carrera. Tiene que parar, analizar y decidir si quiere ganar o simplemente llegar a la meta cuando ya no quede industria que celebrar. El dilema es claro: o revisamos la prohibición de 2035 o entregamos nuestras fábricas, nuestros empleos y nuestra tecnología a un modelo que no hemos construido. Seguir adelante sin red es un acto de fe que ninguna economía industrial puede permitirse.
Porque lo que está en juego no es solo el futuro del coche. Es el futuro del empleo, de la innovación, del peso económico de Europa en el mundo. Y no se trata de elegir entre sostenibilidad o industria. Se trata de diseñar una transición realista, progresiva y europea. Una que no sacrifique todo lo construido en nombre de lo que aún no existe.
La pregunta ya no es si es demasiado tarde. La pregunta es si Europa tendrá el coraje político de reconocer que se ha equivocado en los plazos. Luca de Meo ha sido el último gran valedor de nuestra industria en tirar la toalla al no lograr proactividad ni reconocimiento. La soberanía no se improvisa. Se construye. Y hoy, más que nunca, está en juego.