El 18 de septiembre de 2015 quedó grabado en la memoria colectiva del automóvil. Ese día, la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos destapó que Volkswagen había manipulado los sistemas de control de emisiones de millones de coches diésel. Lo que empezó como un problema localizado en la marca alemana, el dieselgate, se convirtió en un terremoto global. Derribó certezas, movió capitales, cambió la conversación pública y, sobre todo, reescribió la estrategia de una industria centenaria.
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En aquel momento, el diésel era rey en Europa: uno de cada dos coches matriculados lo montaba. Apenas una década después, en 2024, su presencia apenas alcanza el 10% del mercado. Un desplome histórico. Y no fue casual. Llegaron restricciones urbanas, demandas judiciales por la calidad del aire y un desencanto creciente entre clientes que se sintieron engañados. El dieselgate actuó como catalizador de un proceso que, en otras circunstancias, y con fair play, habría tardado mucho más en llegar.
La respuesta regulatoria
Europa reaccionó, aunque con menor contundencia penal que Estados Unidos. Legalmente, el viejo ciclo de homologación NEDC, incapaz de reflejar condiciones reales, fue sustituido por el WLTP y las pruebas RDE, con mediciones en carretera y maleteros llenos de equipos PEMS. En pocos años se desplegaron las normas Euro 6d-temp y Euro 6d. Los ingenieros demostraron que podían reducir los óxidos de nitrógeno (NOx) a niveles muy bajos con sistemas de doble inyección de urea y catalizadores de nueva generación. Pero el daño estaba hecho: el diésel ya arrastraba una etiqueta social de “combustible sucio” que ni la técnica ni los nuevos filtros de partículas pudieron borrar.

Surtidor de gasolina y diésel en una gasolinera
Las consecuencias económicas fueron inmediatas. Volkswagen tuvo que destinar decenas de miles de millones de euros a compensaciones, multas y, sobre todo, a reinventarse. Nació la plataforma eléctrica MEB y, con ella, la familia ID. El acuerdo judicial en Estados Unidos obligó al grupo alemán a financiar Electrify America, una red de recarga que se convirtió en referente de infraestructura pública.
El resto de fabricantes no tardó en tomar nota. Mercedes, BMW, Stellantis, Hyundai-Kia o Ford aceleraron sus programas de electrificación. Surgieron alianzas para asegurar materias primas críticas y para levantar gigafactorías de baterías en Europa. La cadena de suministro se transformó: Bosch, Continental, Valeo o Mahle redirigieron inversiones hacia electrónica de potencia, software, gestión térmica o ciberseguridad. El diésel ligero dejó de ser prioridad.

Control de emisiones de un cohe en una ITV
Una transición con claroscuros
La tecnología diésel, paradójicamente, nunca fue tan limpia como en los años posteriores al escándalo. Se introdujeron catalizadores más próximos al motor, calentamientos activos de gases de escape y sistemas híbridos de 48 voltios que ayudaban a reducir el CO₂. Pero el coste de fabricación se disparó y el atractivo para el cliente medio se desplomó.
En paralelo, el vacío lo ocuparon primero la hibridación, abanderada históricamente por Toyota. Y esta solución es la que mayormente demanda en estos momentos el consumidor. Por debajo, los microhíbridos, que algo ayudaban aunque no mucho y que ha tenido su principal caladero europeo en nuestro país por garantizar una etiqueta eco. Por encima, los híbridos enchufables. En teoría, eran la solución perfecta: bajas emisiones homologadas y autonomía suficiente para trayectos diarios. En la práctica, muchos usuarios no los recargaban y circulaban casi siempre en modo gasolina. Sus emisiones reales resultaron muy superiores a lo prometido, obligando a Bruselas a tenerlos en el punto de mira para ajustar la normativa y revisar incentivos. Nuevamente, una lección de humildad para el legislador: no basta con homologar bien, hay que garantizar un uso adecuado.
El dieselgate también abrió una nueva etapa política. El Pacto Verde Europeo y el paquete “Fit for 55” establecieron objetivos de emisiones cada vez más exigentes. En 2035, la UE solo permitirá vender turismos nuevos de cero emisiones -parece ser que se rebajarán exigencias-, con alguna excepción para combustibles sintéticos en nichos muy concretos. Al mismo tiempo, China redobló su apuesta por los vehículos eléctricos y Estados Unidos lanzó la Inflation Reduction Act con fuertes incentivos para la producción local de baterías y coches eléctricos. La carrera del automóvil se convirtió en un asunto no solo tecnológico, sino geopolítico.
En paralelo, las marcas tuvieron que reconstruir la confianza. Implantaron canales de alerta internos, auditorías externas, pruebas aleatorias en carretera y programas de ética empresarial. La lección era clara: el coste de una trampa supera al de transformarse. Volkswagen lo aprendió pagando, que sepamos, más de 30.000 millones de euros.
Ganadores y perdedores
¿Quién ganó con el dieselgate? Ganó el aire de las ciudades, que mejoró con la caída del parque diésel a nivel de NOx. Ganó la transparencia de los sistemas de homologación, ahora mucho más representativos de la conducción real. Y ganó, a la larga, una industria que dejó atrás prácticas opacas y se volcó en electrificación, aunque reputacionalmente no lo haya sabido comunicar ni beneficiarse de ser la solución a un problema que ella misma generó.
¿Quién perdió? Perdió el diésel como producto de masas, pese a que técnicamente hoy pueda ofrecer emisiones muy bajas y con unos consumos imbatibles todavía en carretera frente a la gasolina y la hibridación. Perdieron proveedores especializados en esa tecnología. Y perdió también un cliente que todavía necesitaba autonomía y sencillez sin complicaciones, algo que el diésel ofrecía mejor que ninguna otra motorización.
El dieselgate no fue la única causa del cambio, pero sí el acelerante. La electrificación habría llegado igualmente, aunque más lenta, con mayor dilación regulatoria y menor credibilidad social. El escándalo rompió esa inercia. La industria entendió que el futuro pasaba por dejar de resistirse y empezar a transformarse. Lo hizo a golpe de multas, demandas y presión pública. Y quizá ésa sea la lección más incómoda: que el motor de la gran revolución del automóvil no fue la innovación, sino la pérdida de confianza.